IMAGOGENIA
El pasado 15 de septiembre México celebró, como cada año, el Grito. Sin embargo, esta edición no fue una más en el calendario cívico: por primera vez en la historia del país, una presidenta encabezó la ceremonia. Claudia Sheinbaum, con su presencia en el balcón de Palacio Nacional, envió mensajes poderosos tanto verbales como no verbales que impactan en el terreno de su imagen pública.
Empecemos por la escolta. Por décadas hemos visto formaciones masculinas portar el lábaro patrio para entregarlo al jefe del Ejecutivo. Sin embargo, en esta ocasión, Sheinbaum estuvo acompañada exclusivamente por mujeres cadetes del Ejército. Esto, no es un gesto menor: es un mensaje que coloca a las mujeres en un momento de relevancia cultural e histórica como uno de poder, en ese momento la escena por primera vez coloca a las mujeres como protagonistas, no como acompañantes. Ahora, recordemos que una de las banderas más destacadas de Sheinbaum son las mujeres, por algo afirmó en su primer discurso al rendir protesta como presidenta: “llegamos todas las mujeres”, y este momento materializa esa frase en un acto protocolario seguido por millones. Ciertamente, es imagen pública estratégica: coherencia entre discurso y acciones visibles.
Otro momento a destacar fue la Guardia de Honor frente a los retratos de expresidentes y, en particular, la colocación del de Leona Vicario, reconocida en 1823 como benemérita y madre de la patria. Sheinbaum atinó en su primer “grito”, al mencionar en sus vivas a Vicario, a Josefa Ortiz Téllez-Girón —omitiendo el “de Dominguez” justificando el hecho posteriormente al señalar que “las mujeres no somos de nadie”—; y a las heroínas anónimas y mujeres indígenas. Se trató de una narrativa articulada, que fue sobria, apartidista y lo mejor de todo original sin separarse de lo tradicional, lo cual lo hizo único, pues resaltó a figuras históricamente invisibilizadas. Esto habla de un uso sofisticado de la ceremonia como escenario de reposicionamiento simbólico del poder presidencial hacia la clave femenina.
Ahora, el atuendo, una pieza central que aunque no debería ser importante, lo es nos guste o no. La presidenta apareció con un vestido morado artesanal, confeccionado en Tlaxcala con bordados nahuas de San Isidro Buen Suceso. Queda claro que no era un simple vestido: era un manifiesto textil. El morado, color asociado al feminismo que representa la dignidad, justicia y la lucha por la igualdad, fue elegido con precisión para comunicar cercanía con la lucha de las mujeres. El bordado, realizado por mujeres especialistas del bordado y la confección con más de 25 años de experiencia, trajo consigo un relato de identidad y arraigo comunitario. El cinturón grueso, la falda suelta tableada, los accesorios discretos y el peinado sobrio, muy a su estilo habitual, completaron un conjunto pensado para proyectar autoridad sin perder feminidad, formalidad y a su vez sin ser ostentoso. Y es que, debemos entender que la moda en política no es vanidad: es una herramienta de imagen que tiene un contexto.
En términos de imagen pública, este Grito de Independencia es un caso interesante, sobre todo porque Sheinbaum no cambió la esencia del evento, pero se permitió reescribir sus códigos de cierta manera. Desde sus 22 vivas y a quién los dedicó, la escolta femenina, el color morado y su proceso de confección, todo cuenta una historia que favorece su imagen. Se mostró neutral ante el aspecto político al no incluir nada relacionado a la 4T o AMLO, cosa que muchos esperaban, y eso fue un acierto clave que dejó un muy buen sabor de boca.
Al final, es interesante cómo desde su campaña ha cultivado un estilo sobrio, con colores sólidos y mensajes claros; y durante este evento, en el balcón presidencial, mantuvo esa línea. Esa coherencia es clave en la gestión de su imagen: no hay improvisación, hay planeación. Los ciudadanos, aun sin percibirlo conscientemente, reciben un mensaje de consistencia que contrasta con liderazgos anteriores. La presencia de mujeres en cada gesto del evento, el reconocimiento a indígenas y migrantes, y el uso de un vestido que mezcla artesanía y simbolismo feminista son elementos que, juntos, envían un mensaje potente: el poder también puede tener rostro femenino y plural.