El pueblo no tiene quien le escriba

Arturo Argente

El pueblo no tiene quien le escriba

«El coronel no tiene quien le escriba» fue escrita por Gabriel García Márquez durante su estancia en París, adonde había llegado, a mediados de los cincuenta, como corresponsal de prensa y con la secreta intención de estudiar cine.  El cierre del periódico para el que trabajaba le sumió en la pobreza mientras redactaba en tres versiones distintas esta excepcional novela, que luego fue rechazada por varios editores antes de su publicación.


Esta obra nace del demorado compás de una espera que lleva prolongándose durante los quince años en que el coronel aguarda,


con «esa paciencia de buey que tú tienes» -como le recrimina su mujer a que llegue al fin la carta en la que el gobierno le reconozca su derecho a una pensión como veterano de guerra. Esta obra refiere a un viejo coronel retirado que va al puerto todos los viernes a esperar la llegada de la carta oficial que responda a la justa reclamación de sus derechos por los servicios prestados a la patria. Pero la patria permanece muda. Ante el olvido, el personaje responde con una tranquilidad estoica.  El adversario carece de rostro y se oculta en una inaccesible lejanía.


Al contrario de los enemigos a los que combatió en las guerras de sus años jóvenes, nada puede contra él. Sin embargo, el coronel no se queja, no se indigna. “Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años” le recrimina su esposa.


La relación entre ambos, entre el coronel y su esposa, con el trasfondo del hijo muerto violentamente, y cuya presencia fantasmal gravita sobre sus vidas, es sin duda el pilar que sostiene la historia.


Pero el coronel, en su austero deambular por el pueblo llevan entre los brazos un gallo de pelea que ha heredado de su hijo muerto. La postura de este hombre se manifiesta al ser interrogado acerca de su costumbre de no usar sombrero, responde: “No lo uso para no tener que quitármelo delante de nadie”. 


Es una historia acerca del tiempo y sus desastres, y de la fidelidad a una manera de situarse frente al mundo, y de la obstinación en no claudicar.


Bajo su apariencia de anciano camino de la decrepitud, el coronel alberga un espíritu tallado en granito.


Pero vive también al borde de la desolación y del desmoronamiento: “El coronel comprobó que cuarenta años de vida en común, de hambre en común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor”.


Y es lo que hace del coronel un personaje entrañable. El gallo de pelea al que se aferra para enderezar el destino al que parece abocado es un asunto del propio coronel, del gallo luchador que fue él mismo y que, en cierto modo, aunque privado del vigor físico de antaño, no ha dejado de ser en sus 75 años de vida.


El coronel no tiene quien le escriba nos permite comprender cómo la vejez del coronel se convierte en una metáfora que se transforma en una manifiesta decadencia y desolación que enfrenta la sociedad mexicana en una violencia que impacta en la realidad colectiva de nuestro país.


Esta obra también revela cómo García Márquez utiliza el lenguaje técnico para encriptar referencias al contexto sociopolítico de la época, incluyendo la opresión, la censura y  los problemas gubernamentales.


Antes del final, el coronel salió a la calle estimulado por el presentimiento de que esa tarde, esa tarde. llegaría la carta. La eterna esperanza de que lo esperado llegaría.


Como aún no era la hora de las lanchas esperó a don Sabas en su oficina.


Pero le confirmaron que no llegaría sino el lunes. No se desesperó a pesar de que no había previsto ese contratiempo.


“Tarde o temprano tiene que venir”, se dijo,  con una tozudez similar a la esperanza que guarda el invencible pueblo mexicano pero que en el fondo sabe que enfrenta un gobierno que fue creado únicamente sólo para defraudarle.


Y mientras tanto qué comemos”, preguntó la esposa del coronel, y lo agarró por el cuello de franela. Lo sacudió con energía.


Dime, ¡qué comemos!


El coronel necesitó 75 años de su vida, minuto a minuto, para llegar a ese instante.


Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:


Mierda.